21 agosto 2008

Protestas indígenas: La lucha contra los engaños y la prepotencia

Por: Alberto Chirif



¿Se oponen los indígenas al desarrollo?.-

Hace pocos días, en sendas entrevistas por televisión, he escuchado opiniones de dos ministros sobre el tema de las protestas en curso de miles de indígenas en diversas zonas del país. Uno de ellos es el premier, el Sr. Jorge del Castillo, para quien el tema se resuelve en el hecho de que los indígenas son pobres, a pesar de poseer grandes extensiones de tierras, y, a la vez, en la existencia de una serie de personas e instituciones que quieren mantenerlos en esa condición para poder aprovecharse de ellos y manipularlos. No explicó bien en que consistiría este aprovechamiento ni tampoco la finalidad de la manipulación. El otro es el recién estrenado ministro del ambiente, Sr. Antonio Brack, que hizo una comparación primorosa de los indígenas del Perú con los bávaros. Estos últimos, afirmó, mantienen sus tradiciones, sus vestidos (esos de cuero con tirantes y sombrerito del mismo material, de alas cortas, para los hombres; y de faldas largas, con mandil, para las mujeres), pero a su vez son empresarios ricos. Puso como ejemplo de esto el hecho de que la fábrica de esos súper autos BMW está allá, en Bavaria. Luego pasó a hablar sobre la artesanía shipiba, que le encanta, según confesó, y que podría ampliar su mercado y volver rica a la gente, pero para esto, sentenció, los indígenas debían modernizarse y trabajar.

¿Pero qué ha hecho el Estado para promover eso?, interrumpió el entrevistador al ministro Brack, supongo yo sin ánimo de fastidiarlo, porque ese periodista no se distingue por ser un comunista solapado ni tampoco un crítico del gobierno. ¡Ah!, reparó el ministro, en eso hay que reconocer que no ha hecho nada. A reconocimiento de culpa relevo de pruebas, dicen los abogados.

No obstante, otras cosas me quedaron dando vueltas en la cabeza. La primera es qué tiene que ver la andanada de decretos promulgados por el Ejecutivo, que buscan reducir en unos casos y anular en otros los derechos de las comunidades indígenas, con la preocupación de estos ministros por la pobreza de los pueblos indígenas. Debo admitir que no encontré la relación. Más bien, me quedó claro que si los indígenas pierden sus tierras se quedarán más indefensos dentro de la sociedad nacional, como fácilmente se puede ver a raíz del tipo de condiciones que suele imponerles aquello que se llama la ley de la oferta y la demanda. Por ejemplo, los madereros pagan por un árbol de cedro en pie 20 soles. En otras palabras, ellos recuperan el costo de su asalto con la venta de cuatro pies de un árbol que puede producir dos metros cúbicos de madera.

No se puede negar que en los últimos 10 ó 12 años el Perú registra índices de crecimiento macroeconómico muy positivos. Pero tampoco se puede negar el aumento de las “víctimas del desarrollo”, parafraseando a mi colega Shelton Davies, hoy consultor del Banco Mundial. En la década de 1970, él estableció estos pares antagónicos para representar, por un lado, a los indígenas del Brasil y, por otro, el espectacular crecimiento que experimentaba el país en ese tiempo, como resultado de una millonaria inversión de capitales transnacionales. Pero esto esta última no ha podido revertir el hecho de que en ese país se reconozca la existencia de un 50% de pobres, de los cuales más de la mitad están en situación de miseria, ni tampoco que se frene el crecimiento desenfrenado de la violencia como producto de dicha pobreza.
Para volver a las “víctimas del desarrollo” debemos referirnos, por ejemplo, a los achuares del Corrientes y, en general, a los indígenas de otras zonas petroleras. Si se compara los índices del PBI que se produce en los distritos petroleros, con la situación de deterioro y empobrecimiento de la situación de los indígenas y ribereños que habitan en ellos, vemos fácilmente que no hay relación positiva entre inversión y desarrollo, sino todo lo contrario. Los pueblos indígenas nunca han sido ricos pero tampoco han sido pobres. El juego de estos conceptos no ha correspondido a su realidad. No han tenido nunca dinero, elemento que no hecho parte de su propio proceso histórico, pero sí han podido satisfacer plenamente sus necesidades de alimentación, vivienda y vestido; y han tenido además ventajas adicionales, como vivir en un ambiente sano y tener capacidad de manejar sus conflictos. Ahora, en cambio, a raíz del “desarrollo”, no sólo no tienen dinero, sino que tienen un medio ambiente deteriorado, que ya no les provee de bienes y servicios de calidad, como sucedía antes, y su salud está afectada, tanto en lo físico, como en lo psicológico.

Nunca he conocido a un indígena que se niegue al progreso, a tener más dinero y poder comprar con éste nuevos bienes. La historia de las relaciones entre las sociedades indígenas y la colonización da cuenta clara de esto desde los primero tiempos del contacto. Las herramientas de metal, por ejemplo, no fueron una imposición externa, sino una innovación tecnológica aceptada de buen ánimo y buscada por los propios indígenas. De hecho, su interés en mantener comunicación con los europeos no fue motivado por la religión ni otro tipo de enseñanzas de origen foráneo, sino por tener acceso a las herramientas de metal que facilitaban su trabajo y lo hacían más efectivo.

En este sentido, los defensores de los decretos no deben buscar argumentos absurdos para mantener su decisión y cuestionar a los indígenas y a quienes no piensan como ellos. Los indígenas no se oponen a la innovación ni a las mejoras de sus condiciones de vida, sino al despojo y a este tipo de desarrollo que en realidad los hunde porque enajena sus recursos y su capacidad de decidir libremente sobre su futuro.

La insistencia de los decretos.-
No es que los decretos aprobados fijen condiciones democráticas para que las comunidades indígenas elijan libremente su destino como colectividad, así como el uso que le quieran dar a sus tierras colectivas. No, no es eso. Es, por el contrario, que los decretos promueven compulsivamente la anulación de los derechos colectivos de los indígenas con la finalidad de disolver (palabra que nos trae reminiscencias de abril de 1992) a las comunidades y parcelar sus tierras para que entren al mercado. Por lo demás, la parcelación de las comunidades para que pongan sus tierras en el mercado de tierra no es una idea nueva, como cree el señor presidente, sino muy antigua. En el Perú, durante el mandato de Simón Bolívar, con el argumento de atacar instituciones coloniales, “que sustraían la tierra del mercado e impedía la conversión de sus tenedores en propietarios directos”, se eliminaron, en 1824, las protecciones de las tierras indígenas. El resultado fue la creación de latifundios y, entonces sí, el empobrecimiento de la gente que se quedó sin soga y sin cabra. En Chile se dio un proceso similar desde el siglo XIX que afectó principalmente las tierras de los mapuches. El porcentaje de solicitantes de la parcelación fue reduciéndose paulatinamente, hasta que Pinochet determinó que con uno solo que la pidiera, se procedería a la partición de las tierras. En la práctica, se presentaron casos en que ese uno ni siquiera era mapuche, sino un foráneo asentado en sus tierras.

Las comunidades son autónomas según la Constitución. Por lo que no necesitan ser empujadas a parcelar sus tierras. Si quieren pueden hacerlo por decisión propia. De hecho, por citar un ejemplo, las tierras de todas las comunidades aguarunas del Alto Mayo, base de la Confederación de Nacionalidad de la Amazonía Peruana (CONAP) han sido parcelas y alquiladas a colonos, en ejercicio de su autonomía.

Pero no es sólo a través de esos decretos que el Estado busca anular los derechos colectivos, que son propios de los pueblos indígenas y que han sido parcialmente formalizados, con su esfuerzo y el apoyo de otros agentes, el Estado entre ellos, en la legislación nacional y en los convenios y declaraciones internacionales, durante los últimos 40 años. Es también mediante su práctica política que apunta hacia eso, desconociendo importantes normas que hacen parte de la legislación nacional.

En este sentido, hay que mencionar el derecho a la consulta previa, informada y de buena fe que está contemplado en el Convenio 169 de la OIT, ley nacional desde que el Estado lo ratificó en 1993; y que la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada a fines de 2007, retoma y amplía, en la medida que le da carácter vinculante a la consulta. Según este derecho toda actividad de desarrollo y toda norma legal referida a comunidades indígenas que el Estado quiera poner en marcha o aprobar, según el caso, debe pasar por un proceso de consulta previa con éstas y sus organizaciones representativas. Sin embargo, ni uno solo de los decretos aprobados recientemente por el Ejecutivo, a pesar de que comprometen su existencia como entidades sociales, económicas y culturales, ha pasado por la consulta previa.

La situación respecto a los contratos petroleros en tierras de comunidades indígenas es similar. Hay que decir, además, para sopesar el grado de incumplimiento del Estado respecto a sus propias normas, que el Decreto Supremo Nº 012-2008-EM, dado el 19 de febrero de este año, que aprueba el “reglamento de participación ciudadana para la realización de actividades de hidrocarburos” y que ha sido elaborado en concordancia con el convenio 169 y la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, ha ratificado el tema de la consulta previa, informada y de buena fe para la suscripción de contratos de explotación petrolera.

No obstante esta reafirmación de principios y obligaciones hecha por el propio Estado peruano, el 12 de diciembre de 2006 PERUPETRO suscribió contrato con la empresa HOCOL para la exploración y explotación del lote 116, ubicado en la zona del alto Marañón, provincia de Condorcanqui, sin haber efectuado ninguna consulta previa; y sólo realizó “eventos presenciales” para informar a la gente sobre el contrato que ya había suscrito, los días 12 y 29 de marzo de 2008, es decir, un año y tres meses después de haber tomado unilateralmente la decisión de autorizar a la empresa su operación en el país.

El racismo.-
Muchos de los que han escrito sobre el conflicto actual han hablado sobre el tema del racismo. Me atrevo sin embargo a volver a mencionarlo, a riesgo de no tener cosas nuevas que decir. Lo hago simplemente para expresar mi indignación.

En los 40 años que llevo trabajando con pueblos indígenas todas las decisiones fuertes que han tomado colectividades indígenas amazónicas han tratado de ser desacreditadas por sus opositores como supuestos resultados de manipulaciones externas. Recordaré algunas. A comienzos de la década de 1980, los aguarunas resolvieron echar de su territorio a Werner Herzog, soberbio cineasta alemán, considerado por algunos como “progresista”, que burlándose de la voluntad de la gente quiso a toda costa mantenerse en la zona y realizar allí su película. Antes, el Consejo Aguaruna-Huambisa (CAH), había ganado sus reclamos en todas las instancias administrativas, pero esto no sirvió para que Herzog se marchase. Entonces fue echado a la fuerza. La respuesta fue: son manipulados. ¿Por quienes? La oferta fue variada y hasta contradictoria: misioneros del ILV que no querían gente extraña en la zona, comunistas, espías de países vecinos interesados en crear el caos y, por supuesto, ONG.

Se atribuyó también a la manipulación sucesos trágicos, como el desalojo de colonos realizado por los propios aguarunas, primero, en Chamikar, comunidad en el alto Marañón, y, años más tarde, en Flor de la Frontera, en Cajamarca. En ambos casos, los comuneros indígenas habían ganado sus reclamos administrativos y además judiciales que ordenaban que el Estado desalojara a los colonos, cosa que ciertamente no hizo. Fue entonces que los indígenas actuaron, con las consecuencias ya conocidas.

A fines de la década de 1980, los ashánicas del Pichis se levantaron en armas contra el MRTA, a raíz de que éste había asesinado a su líder, don Alejandro Calderón. En el proceso, convocaron a los asháninkas del Gran Pajonal. Nuevamente se levantó el argumento de la manipulación, que esta vez recaía sobre AIDESEP y sus asesores.

Más recientemente, en 2006, los achuares del Corrientes tomaron medidas de fuerza a raíz de que sus protestas por la contaminación de su medio ambiente y de su propia salud, debidas en ambos casos al vertimiento durante décadas de aguas de formación en los ríos y quebradas. En esta oportunidad, los acusados de manipulación fueron ONG que trabajan temas de derechos humanos y ambientales.

En resumen, nunca se admite que los propios indígenas son capaces de expresar su opinión a procesos que son contrarios a sus intereses. ¿Por qué? Porque son indígenas, es decir, por racismo. La actitud no es nueva y me hace recordar un pasaje de las investigaciones judiciales realizadas durante el proceso del Putumayo, a inicios del siglo XX, mediante el cual se abrió juicio a los caucheros acusados de las masacres de los indígenas. Rey de Castro, cónsul peruano en Manaos, fue encargado por el gobierno peruano de informar sobre los hechos, pero en realidad asumió la defensa a rajatabla de los caucheros. Él trató de desacreditar las declaraciones de los indígenas que habían sufrido castigos y vejaciones, con el argumento de que, por ser indígenas, no tenían capacidad de afirmar una cosa así. Esto a pesar de que lo que decían se refería a maltratos sufridos en carne propia. En consecuencia, si afirmaban eso, era porque eran manipulados.

En el tiempo que llevo trabajando con pueblos indígenas, nunca he sabido que ninguno de estos actos de protesta u otros menos visibles, para oponerse a decisiones del Estado o de empresas, haya sido manipulado por algún agente externo.

Final.-
La insistencia en la pobreza de los indígenas, por todas las consideraciones expuestas, parece sospechosa, aunque en algunos casos admito que pueda deberse a la ignorancia de quienes sostienen este argumento para justificar los decretos. La enajenación de sus tierras y el rompimiento de su cohesión social no son formas de encarar la pobreza. La pobreza, por otro lado, es consecuencia de una manera de ver el desarrollo que termina expropiando a la gente con menos poder dentro del sistema, para trasladar sus heredades al gran capital.

Si al Estado le preocupa realmente la pobreza, que comience por donde están la mayoría de pobres, es decir, las ciudades: ambulantes, cuidadores de autos, cantantes callejeros, obreros voluntarios que reparan pistas y hasta carreteras, carteristas y escaperos; también está una larga relación de profesionales de diversas ramas, muchos de ellos muy calificados, que se han empobrecido por falta de trabajo y que han debido dedicarse a labores como la de taxistas. Y en el caso de las comunidades indígenas, si el Estado quiere hacer algo por ellas que las apoye a manejar sus bosques de manera sustentable, a fin de obtengan beneficios económicos de su aprovechamiento, o las cochas, para levantar la productividad piscícola. Esto no dará como resultado nuevos levantamientos, sino el agradecimiento de las comunidades a un Estado que en vez de tratar de hundirlas, las levante.

Mientras tanto, que el Estado cumpla con la Constitución, las leyes, los convenios internacionales y las declaraciones que ha suscrito en las Naciones Unidas, y que respete la autonomía de las comunidades indígenas para decidir por presente y futuro.

Foto: Globalizado (sobre una marcha loretana contra la militarización del Datem del Marañón)

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