15 junio 2008

Mitología



Algunas veces hemos observado el alba con el cuerpo intoxicado y el corazón roto. Frente a nosotros, sufriendo con nuestra desdicha o nuestra frustración, bebiendo silenciosamente el violáceo sabor de las lágrimas, intentando consolarnos con su silencio, cubriéndonos con sus brazos del rocío y la mala noche, invisible, la mitología vigila estática nuestros actos, en espera que nos levantemos y abandonemos el Malecón con destino a casa.

Algunas veces, en el mayor de los abismos, en el preciso instante de la derrota, alguien nos brinda una mano y esboza una sonrisa, transformando decisiones inapelables en cobardías de gatillo atenuado. En la noche, cuando encendemos la luz y volvemos a apagarla porque no hemos encontrado más que platos sucios, trapos viejos y una obscena soledad, sin embargo, un par de ojos enrojecidos proyectan nuestra perspectiva y acompañan la perpetua procesión de nuestras almas.

Algunas veces hemos odiado demasiado y corremos a la plaza a rumiar nuestra furia, buscando componer la sociedad, pensando seriamente empuñar el fusil, la pluma o el rosario y embarcarnos en un duelo desigual contra los molinos de viento. Preferimos ser flacos que famosos, preferimos la guerra y el espanto, las tardes de violencia frente a nuestros cuerpos mojados por la lluvia. A veces resuena tan fuerte el silencio (EAW, dixit).

Algunas veces nos hemos descubierto inocentes en un mundo de seres de rostro cetrino y andar resignado. Algunas veces desaparecen las máscaras y la verdad puede ser absolutamente abrumadora. ¿Dónde, en qué cementerio del cielo yacen las verdaderas palabras de los amantes cuando dejan de amarse? (Norman Mailer). Hemos creído que fingiendo en una cabina de Internet logramos despistar al loco conductor de nuestro destino. Mientras tanto, el único que sabe lo que pasa es quien, desde las alturas, bate incesantemente sus alas raídas.

Algunas veces hemos controlado nuestra vida, nuestros instintos, nuestra inteligencia, nuestro dinero, nuestro poder, nuestro egoísmo, nuestra ambición, nuestros deseos, incluso nuestra propia muerte. Incluso hemos controlado la piel, que para Paul Valery es lo más profundo que existe. Lo que no hemos podido controlar, aunque mucho nos temamos, es el asomo de seres de excepcional tersura que cuidan nuestros pasos, transforman nuestras miserias en lecciones permanentes, tornan sus ojos en paraje por el cual ingresamos al mundo de los sentidos que, a pesar de años de poesía y locos suicidas de amor, sigue siendo el territorio más – adecuadamente- inexplorado de nuestros vericuetos.

Uno intuye la fantasía, la medita, la busca a tientas, pero generalmente no se da cuenta de su presencia hasta que ha cesado en la utopía, hasta que ha encontrado la “liberación total” de que hablaba Schopenhuer, con la misión cumplida guardada en su vieja mochila de recuerdos escolares. Aparecen en el momento menos pensado y de pronto uno no puede dejar de observar su aura y su bondad impregnadas en la memoria. Uno los adopta y les pone barrotes dentro de su corazón, pero no se da cuenta cuán imprescindibles pueden llegar a ser sólo hasta que el reloj de cristal marca la medianoche y frente a una autopista recién inaugurada, con los primeros brotes de la alegría, se esfuman sin mediar palabra. Quedan en nuestras manos el vahído de su delicioso perfume. Una música que sale de una discoteca de moda es el preludio de la nostalgia que sentimos por su estela.

Hay ángeles de cara sucia y mejillas ásperas. Hay quienes han caminado por los desiertos toda su vida y nunca llegaron a ninguna parte. Los hay con trajes costosos y oliendo a Hugo Boss, que obsequian billetes sinceros. También existen aquellos que duermen con siete perros callejeros en medio de un muladar, enfermos y pobres, pensando en la hija ausente que su locura no pudo arrebatarle al mar. Los hay de aquellos que se sientan en una banca de la Plaza de Armas y ven pasar el mundo, mientras anotan en una libreta palabras y consejos para dejar de llorar. Los hay quienes recorren el mundo matando canallas con su cañón del futuro. Los hay quienes llegan a mediodía a casa, cansados, pero con el alimento suficiente para dar de comer a los críos. Los hay quienes echan las redes y descubren el milagro de la multiplicación de los peces. Hay quienes peregrinan durante la época de peste y hambruna, curando la lepra y aliviando la malaria. Hay quienes nos inspiran con versos, melodías e imágenes. Y sobre todo hay quienes dan la vida después de haber luchado toda una vida ("los imprescindibles", como diría Bertolt Brecht.)

Los ángeles han demostrado que pueden estar en cualquier parte, pero para mirarlos, al estilo de Saint Exupery, es necesario obviar los ojos y potenciar el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos. En esta noche, este mundo. El fuego, el amor, el silencio.

Pronto entendí ello. Y me proyecté a este epílogo. Cuando el atardecer haya invadido con sus mortecinos rayos solares las bancas del bulevar y entonces sepamos que estamos prontos para la despedida, llegaré raudo al lugar, a pesar de mi vejez prematura y mi astigmatismo galopante. Cosa rara, no llevaré anteojos, no los necesitaré, pues para ver la dimensión de la belleza no necesito los ojos. Me colocaré frente a frente con el Amazonas y con la agonía del día. Esperaré paciente, con los brazos cruzados, mientras el lugar se vacía de niños y puebla de penumbras. Algunos acordes de un saxo bailaran en mi mente. Entonces, a lo lejos, como flotando, alguien, un rostro conocido, correrá en medio del cemento, moviendo las manos, trayendo noticias frescas del Imperio. Se acercará a mí, que intuyo borrosamente el final de esta historia, me mostrará sus dientes perfectos y blanquísimos, pondrá su boca cerca de mi oído y hablará con voz susurrante.

Entonces seguirá acercándose a todos los que lo puedan escuchar y esparcirá una vez más la buena nueva. Ahora lo veré alejarse en medio de la noche y tomar rumbo Sur. Desaparecerá. Yo me quitaré los anteojos y veré que el sol ya no se divisa más en el horizonte. En su lugar, la noche se habrá inundado de estrellas brillantes y titilantes, la luna más plateada que nunca reclamará su espacio ancestral. Esbozaré una pequeña sonrisa, recordaré dulcemente todo lo bueno y también lo malo de los tiempos del cólera. Pensaré que aún tenemos esperanza, a pesar de mi proverbial pesimismo, que la vida prosigue dentro de los confines infinitos de la mente y la fantasía. Caminaré rumbo a algún bar donde pueda brindar por la victoria. Allí empezará y terminará el deseo. Allí atracarán los amigos, las manos extendidas y la biología. Allí nacerán cientos de sentimientos rasgados por el destino. El kilómetro cero; el Infernus; la nada; mi país. Mi universo.

El ángel que me cuida ha cumplido su misión y su presencia se hace innecesaria. Desaparecerá tal como vino, como un suspiro, reafirmando que esa es la naturaleza de su amor. Pronto habrá alguien más que seguir cuidando. Enfrente, un muro blanco acribillado con salvaje poesía desatará los fantasmas, el asco, las gargantas afónicas, el delirio, los héroes y los villanos del último año del resto de nuestras vidas.

Una hoja es el vicio, dos hojas son un árbol
Todas las hojas son, apenas, una mujer
(Álvaro Mutis)

Toda persona es un secreto y a los secretos no se les puede juzgar.


(*) Aquí un oldie, del 2004, que me han pedido volver a publicar. Por los tiempos aquellos. Acompañar, por favor, con música de Fiona Apple, mi querida mejor-amiga-musical.

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