25 julio 2006

LAY FUN EN LA CIUDAD

Mi primer encuentro con la ciudad, luego de una temporada fuera de ella, fue un intento de robo sobre un motocarro, en el trayecto del aeropuerto a mi casa. Los vulgares ladronzuelos, cuatro más o menos, magros y aparentemente fumados, pero completamente avezados, aprovechando una lluvia torrencial, en plena calle Aguirre, intentaron despojarnos del maletín de pertenencias y de una estatua de yeso que simbolizaba a Fray Martín de Porras. La oportuna pericia del motocarrista y mi buena suerte (otros lo llaman milagro, dado el santo que llevaba al lado) pudieron esquivar un despojo en pleno centro de la ciudad, en horario normal y a la vista y paciencia de los transeúntes.

La delincuencia es un grave problema que ya parece endémico y que me ha parecido impactante. Una ciudad crispada, violenta, donde el crimen, el robo, las amenazas, los chantajes empiezan a dominar a varios de sus habitantes es el triste espectáculo que se pone de moda. Pero alguien, justiciero, se vislumbra en el horizonte, con cuatro patas y cola, con la lealtad propia del mejor de los amigos del hombre y – salvo las payasadas y el burdo sensacionalismo que la prensa irresponsable hace del tema – coloca el asunto como parte de un debate necesario y urgente, mucho más complejo del que algunos quisieran aplicar.

Porque es muy cierto que varias gentes que se dicen analíticas y “progres” aún no han entendido el verdadero impacto que el caso Lay Fun ha tenido en una sociedad como la nuestra. Tampoco se han percatado de las aristas que exceden la anécdota policial y se convierten en señales de la descomposición y decadencia de los sistemas de seguridad del estado peruano, los cuales un perro, mediante una acción límite, ha expuesto sin medias tintas.

Como en el far west de las películas de Sergio Leone y Clint Eastwood, Lay Fun ha aplicado la inevitable filosofía darwiniana de matar o morir en medio de una lucha por la supervivencia de la especie. Con las armas de la justicia y de la ley, arguyendo legítima defensa y en una reacción inevitable de extrema urgencia (lo que los penalistas parafrasearían como “estado de necesidad exculpante”), el can impuso el orden en el pequeño depósito donde habitaba, donde comía y convivía en perfecta armonía con sus miembros humanos, por lo demás. Bastó que un delincuente prontuariado intentara asesinarlo, para que el voluminoso justiciero tuviera una reacción propia de su raza y propia, además, de cualquier ser vivo que se encontrara en situación de peligro inminente.

Pero lo que en un perro es instinto, en el ser humano es racionalidad. He ahí el dilema. Por eso nuestro héroe contemporáneo ha remecido los cimientos de esos mecanismos de autodefensa ciudadana paquidérmicos, ineficientes, inútiles para combatir la formidable ofensiva delincuencial que atraviesa nuestro país y también en Iquitos. Los que de alguna manera cubrimos prensa nos encontramos todos los días con casos que chocan con nuestras propias ideas sobre el valor de la inteligencia humana. Y no sólo por el crimen, sino también por la violencia y la corrupción. Pero una cosa es mirarlo con ojos de taxidermista y otra, muy diferente, es sufrirlo en carne propia. Y la verdad es que ya nadie se siente seguro en la ciudad.

Ante esto, resultan risibles y patéticas las invocaciones de la Policía Nacional, ineficiente por partida de nacimiento. Una institución podrida desde adentro, al cual el Estado mata de a pocos con insuficiente presupuesto y pésimas condiciones legales no puede competir con los mafiosos y cuando se enfrenta solo, inerme, creyendo en la majestad del orden, le cae un balazo asesino como al juez que tuvo la “osadía” de encarcelar a algunos miembros del Cartel de Tijuana.

Y resulta patética la ineficiencia absoluta de esos tipejos que manejan el Serenazgo de Iquitos. Lo único que he visto en estos días ha sido que las camionetas asignadas por la municipalidad a ejecutar dicha misión son las más conchudas que pueden tener sobre las pistas, porque estacionan donde les da la gana, usan inútilmente las bocinas para correr impunemente, usurpando una función que ni las ambulancias en casos de emergencia pueden hacer. Hace unos días me contaban que en una zona equis los vecinos atraparon a un ladronzuelo, le escarmentaron ejemplarmente y luego llegó una unidad del famoso Serenazgo con el fin de depositar al malhechor en la comisaría. Lo cierto es que el delincuente nunca llegó a su destino porque terminaron soltándolo antes de que llegara a donde debía.

Es imposible que la ciudadanía confíe en este tipo de gentes. Y ante ello, Lay Fun resulta el símbolo de la profilaxis. Y con ello todos los perros que estarían dispuestos a defender a sus amos ante la arremetida criminal de algunos miserables. Lay Fun resulta haciendo la profilaxis que el gobierno no es capaz siquiera de esbozar; es el detonante de una mecha larga que puede más adelante convertirse en una bomba nuclear. Ciertamente, el perro que hace unos días salió del centro antirrábico en olor de multitud está cumpliendo la labor que algunos no saben o no quieren hacer. Es el clamor ciudadano trasladado a justicia con cuatro patas. Si Lay Fun es tan eficiente en la defensa y tan noble en las querencias (como lo atestiguan todos quienes lo conocen) un poco más hasta nuestra desesperación podría llevarnos a solicitarle que asuma el Ministerio del Interior o alguna Alcaldía. Estoy seguro incluso que lo haría mucho mejor que algunos “cerebros” en estado de oxidación que nos gobiernan.

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