26 junio 2006

DE PATRIA Y PATRIOTERISMO

Los desfiles de 28 de Julio siempre me han parecido desagradables. La fanfarria y el derroche de energía en pos de la perfección, con el único fin de agasajar al país en su día son, por decir lo menos, parte de un culto de dudosa efectividad, a juzgar por los resultados alcanzados. Además, hay una consideración disminuida del ser humano por parte de los organizadores y más aún de aquellos que por su situación de dependencia son considerados aún más disminuidos, pues la superioridad que los mandatarios presumen tener sobre estos es física, cómo no, pero también, con mayor acierto, racional, pues es ella fuente del saber y presupuesto de la verdad.

Así, en el último desfile escolar de Iquitos, en medio del temporal, y ante la perspectiva de decidir si mantener la costumbre o defender ele elemento humano, no se consideró a este último en toda su plenitud –sea hombre, mujer, niño o escolar- sino los valores que para esos mandatarios deben ser anteriores, inclusive a la propia persona: la Patria, la Nación, el orden, la divinidad bicolor. No obstante, su lógica parte de una premisa equivocada.

Repasemos la historia. A mediados del siglo XVI, en 1532, más de un centenar de hombres blancos llegaron a Cajamarca, procedentes del Norte. Venían cansados, mal comidos, muchos de ellos heridos y algunos enfermos, pero todos con una elevada misión: la conquista de un gran Imperio, que sumaba millones de habitantes, y mostraba un nivel cultural relativamente alto y un desarrollo material incomparable.

Esos españoles, con armas de fuego y caballos, es cierto, pero sin la astronómica superioridad numérica de las huestes de Atahualpa, lograron doblegar al Tahuantinsuyo y apoderarse de él. Cuenta Pedro Pizarro en su crónica que la derrota del Imperio empezó a fraguarse en el instante en que el Inca fue capturado. Sus huestes leales no atinaban siquiera a defenderse o huir y morían a expensas del hierro y el plomo de los conquistadores antes que tolerar la imagen del hijo del Sol a merced de esos extraños.

Aquellos indios, como explicaba Mario Vargas Llosa en un excelente ensayo titulado “El Nacimiento del Perú”, carecían de la capacidad de decidir por cuenta propia, de elegir libremente lo que les convenía o no. La estructura autoritaria del Imperio incaico no contaba con el individuo, este no existía en aquella sociedad piramidal y teocrática cuyas victorias habían sido siempre anónimas y colectivas.

El Tahuantinsuyo anulaba la voluntad del hombre y trasladaba a la autoridad –deidad transubstanciada en un miembro de la familia real con mascaypacha- las decisiones trascendentales de sus súbditos, aún las de vida o muerte. El progreso del imperio es innegable. Sin embrago, observamos como podía afectar la falta de determinación en aquella visión del Dios inerme y derrotado, lo que produjo en ellos el terror de enfrentarse a decisiones que nunca antes habían tomado. Una poderosa Nación se desvanecía por causa de los mismos instrumentos que la habían hecho grande. Los ibéricos habían ganado una decisiva batalla moral.

El patriotismo para el Doctor Jhonson solía ser “el último refugio del canalla”. Yo creo más bien que la guarida perfecta de esos villanos suelen ser ideologías totalitarias como el patrioterismo. Ser patriota es recordar la tierra donde uno nació, conmoverse por sus triunfos, ofuscarse ante sus miserias, tenerla siempre presente en el pensamiento y enhebrar tras su nombre un noble sentimiento de amor.

Ser patriotero es darle cabida a meras denominaciones geográficas por medio de las cuales el bribón introduce de contrabando sus odios más profundos: al extranjero, al hombre de color, al hombre que se opone a sus puntos de vista o aquél considerado simplemente diferente.

El patriotero es un xenófobo y un chauvinista desembozado, alguien que usa su independencia para recortar la de quienes no piensan igual que él. Sólo que el patriotero no la considera como una virtud máxima, sino como un medio para un fin: salvar la Patria, transformando aquella abstracción inocua en engendro racista, autoritario y vertical, una realidad monstruosa a la que se aúpan para consumar una serie de tropelías en contra de la libertad.

Siempre he pensado que un país florece a partir de las grandezas de sus habitantes, y no tanto en la cantidad de riquezas naturales que albergue por ventura de la providencia o por la privilegiada ubicación geopolítica que pudiese tener, ni siquiera por la clase de Dios en que la mayoría de su población pudiese creer. Tampoco por la exteriorización fingida de su amor a la Patria a través de pompas insulsas.

Los grandes hechos de la historia no parecen ser fruto de la rigidez disciplinaria, sino creación del consenso y la convención, de la autodeterminación de los pueblos y sus individuos. Ello motiva que autónomamente el hombre trabaje por sí mismo y, de paso, por su país.

Cuando la prosperidad es evidente, el orgullo no sólo es para el ciudadano, sino que ese sentimiento lo transmite a su terruño. Ello provoca un lazo duro y sólido basado en la autonomía de la voluntad. En cambio, cuando acontece lo que vimos en la Plaza 28 de Julio durante ese último desfile escolar hace que, inconcientemente, el Perú termine siendo para el peruano una pálida analogía de aquel terrible verso de Washington Delgado: “Un soldado hubo y decía/a quien le oyera:/mato porque me pagan/y no sé lo que es el cielo”.

Lima, agosto de 1999.


(Publicado originalmente en semanario
Kanatari. Parte de la colección periodística IQT, de próxima publicación editorial)

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